EL
PREMIO
Para no ser menos que tú,
posible lector/a, un día soñé (¿quién no lo ha hecho alguna vez?) que me había
tocado el premio mayor de La Primitiva. ¡Una burrada de millones de euros!
Mi primer impulso fue la
generosidad: Repartir parte del premio. Cogí un folio en blanco, un bolígrafo verde
que tenía a mi alcance; me gusta más escribir en negro, y más en aquel momento
en el que me sentía capitalista, pero tenía que levantarme y desplazarme unos
metros y, como me impelía la prisa por cumplir mi deseo, no quise perder
tiempo.
Comencé mi
reparto por los más allegados. Fui distribuyendo cantidades que amplié a
parientes más lejanos, amigos, algún indigente y a alguna O.N.G…
Una vez
terminada la relación de afortunados me puse a sumar cantidades y, cuál no sería
mi sorpresa al comprobar que no solo no quedaba nada para mí, sino que
además me faltaba dinero para cumplir con mi generosidad.
-“Frénate,
Victoriano”- me dije. –Levanta el pie del acelerador que vas demasiado
deprisa.- Bueno, no pasa nada, esto tiene solución, habrá que recortar. ¿No
están recortando los quince Virreyes y las dos Virreinas de estas diecisiete
Ínsulas Baratarias de este gigantesco desastre
económico de un sufrido país que todavía se llama España? ¿Qué más da un
insignificante recorte más?
Estudié el
problema pensando en perjudicar menos a aquellos a los que menos les había
asignado y, por supuesto, que para mí quedara como mínimo el 50% del premio.
Con el bolígrafo que tenía entre los dedos, en posición de hacer su trabajo,
fui a reescribir cantidades, y, al contacto de éste con el folio enverdecido, la tinta se enrojeció totalmente y los números en un rojo más intenso
parpadeaban en señal de alarma.
De la sorpresa
pasé al asombro y al miedo. Un temblor invadió todo mi cuerpo. Un sudor frío me
inundó al oír una voz rotundamente grave que parecía surgir de una caverna, y
que me decía con síntomas evidentes de enfado que él era el abogado defensor de
los beneficiados por mi generosidad y que lo escrito, escrito estaba y no se
podía rectificar.
“Pero, bueno”
-contesté nervioso-, mi generosidad era repartir una cantidad y por supuesto no entramparme. -
“Ese es tu problema”- me contestó. Haber sido más prudente. Estas personas ya
cuentan con esas cantidades y muchas de ellas han hecho números e incluso han
pedido créditos para invertirlas. Ellas no tienen culpa de que tú seas un
insensato y no hayas sabido administrar con moderación ese capital.
- “¡Tierra,
trágame!-“. No podía dar crédito a lo que me estaba pasando. En un momento de
desesperación intenté coger el folio, cuyos números no paraban de parpadear y,
una descarga eléctrica me dejó sin
sentido. Reaccioné unos minutos después y todo seguía igual. Dentro de mi desesperación
surgió una idea. Si mis beneficiados habían nombrado a un abogado, ¿Por qué yo no
hacía lo mismo?
La idea no se hizo esperar. De inmediato, un abogado defensor de mis intereses se incorporó al ensueño. Comenzó una disputa a muerte entre ambos defensores. Yo podía comprobarlo por el cambio de colores del folio de mi desgracia. Éste se había transformado en un semáforo enloquecido que pasaba del rojo al verde y del verde al rojo a una velocidad de vértigo, cambiando al amarillo cuando el fiel de la balanza no favorecía a ninguno de los contendientes. No había manera de pararlo. Así un rato, y otro, y otro...
Yo estaba destrozado. Todo mi cuerpo se movía contagiado al ritmo de aquel fenómeno endiablado.
En un momento determinado de esta noria de colores el "semáforo" pasó al verde dejando de parpadear unos instantes. Un segundo debí tardar en reaccionar. Cogí el folio de un manotazo, lo apreté con todas mis fuerzas temiendo que se me escapara; me lo llevé a la boca y en unos segundos lo pulvericé con los molares que parecían estar conectados a una trituradora eléctrica.
La idea no se hizo esperar. De inmediato, un abogado defensor de mis intereses se incorporó al ensueño. Comenzó una disputa a muerte entre ambos defensores. Yo podía comprobarlo por el cambio de colores del folio de mi desgracia. Éste se había transformado en un semáforo enloquecido que pasaba del rojo al verde y del verde al rojo a una velocidad de vértigo, cambiando al amarillo cuando el fiel de la balanza no favorecía a ninguno de los contendientes. No había manera de pararlo. Así un rato, y otro, y otro...
Yo estaba destrozado. Todo mi cuerpo se movía contagiado al ritmo de aquel fenómeno endiablado.
En un momento determinado de esta noria de colores el "semáforo" pasó al verde dejando de parpadear unos instantes. Un segundo debí tardar en reaccionar. Cogí el folio de un manotazo, lo apreté con todas mis fuerzas temiendo que se me escapara; me lo llevé a la boca y en unos segundos lo pulvericé con los molares que parecían estar conectados a una trituradora eléctrica.
Fue algo impensable,
sorprendente; la desesperación, que agudiza los sentidos defensivos me había
salvado. El maldito folio ya no existía. Lo había puesto a buen recaudo en la
alcancía de mi estómago.
No me lo podía creer. Estaba
súper nervioso. Necesitaba tiempo para
poder digerir el folio y la aventura tan fantástica que mi mente en su
ensoñación estaba produciendo.
Más relajado ya, más
tranquilo, pero, soñando aún, me puse a reflexionar sobre la odisea de la que
estaba siendo protagonista y me vino al pensamiento la frase que pronunció Su
Majestad el Rey D. Juan Carlos, no ha mucho tiempo, la cual, yo hago mía, y
además me tomo la licencia de ampliarla:
-
“Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”
- ¡No habrá reparto! ¡Me lo
quedo todo!
VICTORIANO ORTS COBOS.
(Re)visado el día 5 de octubre de 2016.