SOSPECHOSOS HABITUALES
Diario SUR, 09/06/13.
Por ANTONIO SOLER.
Más de mil casos de corrupción han sembrado esta cosecha
de tifus político y este estado de desconfianza en masa.
Está de moda la cacería del
político. Más que de moda ese anhelo cinegético es una pulsión, una fiebre que
corre por el aire y cuyos gérmenes fueron difundidos precisamente los
políticos, con sus torpes maniobras en el laboratorio del poder. La fórmula no
les ha funcionado y de cara a la galería se han convertido en una especie de
doctores chiflados sin ninguna gracia. A saber dónde quedó aquella emoción
política de la Transición, cuando votar era una especie de orgasmo cívico, un
acto de libertad y esperanza. Ahora hay quien vota con la sensación de hacerle
tragar al político de turno su papeleta. Suerte que en estos meses de ventisca
turbia no hay elecciones y la crispación es solo la natural, la atmosférica. Ya
tenernos más que suficiente con el rastro podrido que dejan a su paso sus
señorías, sus altezas, las instituciones, los catafalcos de la democracia, sus
judas, sin que además tengamos que soportar la lluvia ácida de unas elecciones.
El descrédito político es ya una cuestión climática. Deben asumir que son los
sospechosos habituales y que el Congreso y sus hermanos menores, los
autonómicos y las asambleas locales van camino de convertirse en una especie de
rueda de reconocimiento donde se combina en parecida proporción la gente
decente con los delincuentes.
Hacer generalizaciones es una cojera de la
inteligencia, un mal síntoma. Pero más de mil casos de corrupción han sembrado
esta cosecha de tifus político y este estado de desconfianza en masa. No se
puede tirar al bulto, pero uno a uno y peldaño a peldaño, los políticos se han
ido ganando el deplorable medallero con que cada mañana los condecora el grueso
de la ciudadanía en la barra del bar, en las colas del paro o en la ventanilla
de los abusos. Ha caído en la indolencia mental y en la molicie anímica.
Vegetan por los alrededores del cargo y por ahí depredan soltando de tarde en tarde un bocado al
contrario que tiene la osadía de acercarse por esos prados en busca de alimento. Como si su única
misión fuera marcar el territorio y arañar al adversario y no la de sostener
los andamios de un país o un municipio. Propician su condición de casta, se
distancian del barro y cada día que pasa se empeñan más en señalar a los
ciudadanos como súbditos.
No hace falta hablar de la casa real o del frontón con que se ha
encontrado el juez José Castro, con la fiscalía, Hacienda y todo el aparato del
Estado devolviendo su causa como una pared de hormigón. Solo hay que salir a la
puerta de la calle, pisar tierra andaluza para encontrar ejemplos de esa
desafección de los políticos hacia el pueblo. Con un aire de constricción propio
de unos ejercicios espirituales de 1965, reconocen los políticos que sí, que
existe una cierta desafección entre los ciudadanos hacia ellos. Se equivocan. Si
de verdad quisieran reconocer algo, si anidara en ese razonamiento un principio
de honradez intelectual, lo que reconocerían es que la desafección tuvo un
origen inverso, y que nació de los políticos hacia quienes los sustentamos. No
los miembros de un partido ni los de otro,
sino el estamento en su conjunto. Un ejemplo modesto pero ilustrativo de ese
trabajo colectivo nos lo han ofrecido los miembros de la mesa del parlamento
andaluz con su sigiloso intento de subirse el sueldo. PSOE, PP e IU, todos a
una. Y bajo ellos la plebe abrasada a recortes a la que los padres de la nueva
patria le piden un esfuerzo más, un nuevo empujón a la carroza en la que sus
señorías nos hacen el favor de viajar.
V.O.C.
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