COMENDADOR ALCÁNTARA
POR ANTONIO SOLER
Diario SUR, MÁLAGA 27/10/2016
Desechó el techo seguro de las oscuras oficinas de la posguerra.
En una ocasión, Rafael Azcona me dijo que se había hecho
escritor porque no quería trabajar. Lo dijo, claro, con ironía. Quien ha sido
el mejor guionista de la historia del cine español trabajó a destajo mucho más
allá de donde la administración y la prudencia señalan que está la edad de la
jubilación. Quizá porque el júbilo de Azcona era sentarse ante el teclado de un
ordenador y porque escribir no era exactamente trabajar. Trabajar era ser
operario de Renfe, amanuense en una mutua de seguros. Escribir era otra cosa.
Huir de la mediocridad, explorar, tratar
de ver lo que había al otro lado del espejo. Hijo de la misma generación, de
esa España del gasógeno y del racionamiento, niño de la guerra, Manuel
Alcántara tampoco quiso trabajar. Y ahí está. 88 para 89, cumpliendo el
reglamento siete días a la semana, 362 días al año.
Realmente lo que hace Alcántara es saltarse el reglamento.
Porque el reglamento lo habría situado hace unos lustros en un campo de petanca
comentando con sus compañeros el dulce rodar de las bolas y poco después ante el tapete agujereado por la ceniza y la resignación de un hogar del pensionista,
viendo cómo los naipes pasaban delante de sus ojos con la misma melancolía que
si fueran estampas del pasado o retratos de amigos muertos. Pero no. Alcántara
resuelve el asunto situándose cada día detrás de ese incruento nido de
ametralladoras que es su Olivetti, solventando un artículo limpio, ágil, un
artículo que a los jóvenes les suele
salir reumático, con achaques de adjetivos y padecimientos sintácticos, pero
que a él le brota como una rutina fulgurante y aparentemente fácil. Un reflejo
del milagro de la vida, ese portento que resurge cada día y que a los
despistados –por lo cotidiano- les parece normal.
Ahora, además, a Manuel Alcántara le dan la Orden de Alfonso
X el Sabio, con la categoría de Encomienda. Supone uno que eso quiere decir que
a partir de ahora Alcántara es comendador. Aunque más bien, lo que el escritor
va a hacer es seguir su antigua encomienda, esa que se hizo a sí mismo hace
unas cuantas décadas, cuando, renunciando a lo reglamentado, desechó el techo
seguro de las oscuras oficinas de la posguerra y se aventuró por esa selva de
la bohemia que entonces eran la escritura y las redacciones de los periódicos.
Inició una carrera de fondo que incluía nocturnos puestos de avituallamiento, dopaje de dry martinis,
conciliábulos de amigos, infinitas horas de lectura, largas miradas al
Mediterráneo descifrando el mensaje homérico de las olas y la conversión del
rudimento del boxeo en género literario. Y ahí está, aquí está el comendador
encomendado, cumpliendo cada día con el compromiso de los elegidos. Leer,
escribir, vivir. A su alrededor, como pétalos volados por un vendaval loco,
flotan quince o veinte mil cuartillas de letra apretada. Las hojas de una
biografía ahora tan emparentadas con Alfonso X el Sabio como siempre lo
estuvieron con sus lectores, con sus adictos.
Copiado por Victoriano Orts Cobos el día 29 de octubre de 2016.
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