lunes, 17 de diciembre de 2018

Miguel Hernández: el duelo que no cesa




Miguel Hernández: el duelo que no cesa

Su compromiso político le pasó una factura mortal, pero el autor de una de las elegías más desgarradoras de la literatura española se rebeló hasta el último aliento contra la pobreza de pan y cebolla de su familia y el desprecio de quienes lo consideraban un poeta menor por carecer de estudios y venir del campo




Alberto Gómez

ALBERTO GÓMEZ
Sabía que le costaría la vida, pero Miguel Hernández rechazó afiliarse a Falange cuando tres amigos acudieron hasta la cárcel para sugerirle que sería oportuno mostrar arrepentimiento, tener algún gesto que facilitase la carta de libertad que la maquinaria franquista estaba dispuesta a otorgar si el poeta cambiaba de bando. Los echó del locutorio antes de terminar de escuchar la propuesta, ofendido en lo más íntimo: su sentido de la justicia. Por entonces ya conocía las penurias que atravesaba su familia y tal vez vaticinaba su propio final en prisión, pero Miguel, nacido en el municipio alicantino de Orihuela en 1910, hombre de campo, mantuvo hasta la muerte un compromiso inquebrantable con su forma de entender el mundo.
Le dolieron como cristales clavados en los ojos las palabras de su mujer Josefina, que acababa de dar a luz a su segundo hijo tras la muerte prematura del primero; en una emotiva carta escrita en 1939, le confesó que se alimentaba a base de pan y cebolla, poco más. El poeta, capturado cuando trataba de huir a Portugal, respondió desesperado desde la impotencia de su celda: «Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor a cebolla que comes me llega hasta aquí, y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. La otra noche soñé a Manolillo ya con cinco o seis años. Cuídalo mucho, Josefina. Cuando te sea posible come mucha fruta y mucho vegetal, principalmente patatas. Es lo que más conviene a tu salud y a la de nuestro sinvergüencilla».
Aquel episodio, además de simbolizar como pocos la pobreza de la posguerra, inspiró 'Nanas de la cebolla', uno de los poemas más populares de Hernández: «En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con cebolla de sangre / se amamantaba». La pena inicial estalla en una luminosa invitación a la risa («Alondra de mi casa, / ríete mucho») como forma de resistencia: «Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca». No era la primera vez que Hernández utilizaba la poesía como bálsamo. En la Nochebuena de 1935, tras conocer la muerte de su íntimo amigo Ramón Sijé, junto a quien había crecido, escribió una de las elegías más sentidas y desgarradoras de la literatura española: «Un empujón brutal te ha derribado. / No hay extensión más grande que mi herida». Y continúa: «No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra ni a la nada».
Por necesidad familiar, Hernández fue obligado a abandonar los estudios cuando tenía quince años para dedicarse al pastoreo. El sacerdote Luis Almarcha le introdujo en la lectura de los clásicos, formación que el adolescente inquieto completó con sus visitas a la biblioteca pública. El joven Miguel escribía a escondidas, en pleno monte, consciente de que su padre desaprobaba aquel oficio «sin producto». Con veinte años viajó a Madrid, aunque no obtuvo el éxito esperado, una aventura frustrada que forzó su regreso a Orihuela.

Dedicatoria sin nombre

Almarcha ejerció entonces como mecenas financiando la publicación de su primer libro, 'Perito en luna'. Volvió a probar suerte en la capital. Lorca y Cernuda, a quienes admiraba, le dieron la espalda, pero forjó amistad con Aleixandre, Neruda, Alberti y Zambrano, entre otros, además de iniciar un romance con la pintora Maruja Mallo, considerada por algunos la verdadera musa, y no Josefina, como se ha pensado, de 'El rayo que no cesa', encabezado por una dedicatoria sin nombre: «A ti sola, en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya».
Afiliado al Partido Comunista, su compromiso con el bando republicano y su lucha contra el fascismo le pasaron una factura mortal en forma de pena capital luego conmutada por treinta años de prisión. Almarcha, el religioso que le tendió la mano en sus inicios, asestó tras el final de la guerra una traición que el poeta, enfermo de tifus y tuberculosis por un inhumano carrusel de traslados carcelarios, no esperaba; había apelado a su pasado en común para que el clérigo, con enorme influencia en el régimen franquista, ordenase su ingreso en el hospital de Valencia. Almarcha desoyó la súplica durante meses, hasta que Miguel, casi moribundo, accedió a firmar su unión eclesiástica con Josefina, con quien se había casado cinco años antes por lo civil, matrimonio declarado nulo por la dictadura. Sólo entonces Almarcha movió sus hilos. Pero ya era tarde.
Lo advirtió Aleixandre, que se encargó de que Josefina recibiera con frecuencia giros postales, casi siempre de 125 pesetas: «Yo adivino en ti al escritor que escribe saturado de futuro. Tuyo es el porvenir». Pero sólo tras su muerte Hernández fue reconocido como uno de los poetas más hondos y honestos del siglo XX, nexo entre el 27 y las generaciones posteriores. Falleció en prisión en la madrugada del 28 de marzo de 1942. Sólo tenía 31 años. Cuentan que nadie pudo cerrarle los ojos.

MIGUEL HERNÁNDEZ

Elegía a Ramón Sijé

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto
como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
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Publicado en Diario SUR.
Copiado/pegado de Internet por Victoriano Orts Cobos.
Málaga 17 de diciembre de 2018.

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