EL SOL
HIMNO
José de Espronceda, 1808-1842.
***
Para y óyeme, ¡oh, sol!, yo te saludo
y extático ante ti me
atrevo a hablarte:
ardiente como tú mi fantasía,
arrebatada en ansias
de admirarte
intrépidas de ti sus
alas guía.
¡Ojalá que mi acento poderoso,
sublime resonando,
del trueno pavoroso
la tenebrosa voz sobrepujando,
¡oh, sol!, a ti llegara
y en medio de tu curso te parara!
¡Ah! Si la llama que
mi mente alumbra
diera también su ardor a mis sentidos;
al rayo vencedor que
los deslumbra,
los anhelantes ojos alzaría.
¡Cuánto siempre te amé, sol refulgente!
¡Con qué sencillo anhelo,
siendo niño inocente,
seguirte ansiaba en el tendido cielo,
y extático te vía
y en contemplar tu luz me embebecía!
De los dorados
límites de Oriente
que ciñe el rico en perlas Oceano,
al término sombroso
de Occidente,
las orlas de su ardiente vestidura
tiendes en pompa, augusto soberano,
y el mundo bañas en tu lumbre pura,
vívido lanzas de tu
frente el día,
y, alma y vida del mundo
tu disco en paz
majestuoso envía
plácito ardor fecundo,
y te elevas
triunfante,
corona de los orbes centelleante.
Tranquilo subes del
cenit dorado
al regio trono en la
mitad del cielo,
de vivas llamas y
esplendor ornado,
y reprimes tu vuelo:
y desde allí tu fúlgida carrera
rápido precipitas,
y tu rica encendida
cabellera
en el seno del mar trémula agitas,
y tu esplendor se
oculta,
y el ya pasado día
con otros mil la
eternidad sepulta.
¡Cuántos siglos sin fin, cuántos has visto
en su abismo
insondable desplomarse!
¡Cuánta pompa, grandeza y poderío
de imperios poderosos
disiparse!
¿Qué fueron ante ti? Del bosque umbrío
secas y leves hojas
desprendidas,
que en círculo se mecen
y al furor de Aquilón
desaparecen.
Libre tú de la cólera divina,
viste anegarse el
universo entero,
cuando las aguas por Jehová lanzadas,
impelidas del brazo
justiciero
y a mares por los vientos despeñando
bramó la tempestad; retumbó en torno
el ronco trueno y con temblor crujieron
los ejes de diamante
de la tierra;
montes y campos
fueron
alborotado mar, tumba
del hombre.
Se estremeció el profundo;
y entonces tú, como
señor del mundo,
sobre la tempestad tu trono alzabas,
vestido de tinieblas,
y tu faz engreías,
y a otros mundos en paz
resplandecías.
y otra vez nuevos siglos
viste llegar, huir,
desvanecerse
en remolino eterno, cual las olas
llegan, se agolpan y huyen
de Oceano,
y tornan otra vez a sucederse;
mientras, inmutable
tú, solo y radiante
¡oh, sol!, siempre te elevas,
y edades mil y mil
huellas triunfante.
¿Y habrás de ser eterno, inextinguible,
sin que nunca jamás
tu inmensa hoguera
pierda su resplandor, siempre incansable,
audaz siguiendo tu
inmortal carrera,
hundirse las edades contemplando
y solo, eterno, pedernal,
sublime,
monarca poderoso, dominado?
No; que también la
muerte,
si de lejos te sigue,
no menos anhelante te
persigue.
¿Quién sabe si tal vez pobre destello
eres tú de otro sol
que otro universo
mayor que el nuestro un día
con doble resplandor esclarecía!!!
Goza tu juventud y tu hermosura,
¡oh, sol!, que cuando
el pavoroso día
llegue que el orbe estalle y se desprenda
de la potente mano
del Padre soberano,
y allá a la eternidad
también descienda,
deshecho en mil pedazos, destrozado
y en piélagos de
fuego
envuelto para siempre y sepultado;
de cien tormentas al
horrible estruendo,
en tinieblas sin fin tu llama pura
entonces morirá:
noche sombría.
cubrirá eterna la celeste cumbre :
ni aun quedará
reliquia de tu lumbre!!!
JOSÉ DE ESPRONCEDA.
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