martes, 19 de febrero de 2013


EL SOL
HIMNO
José de Espronceda, 1808-1842.
***
Para y óyeme, ¡oh, sol!, yo te saludo
 y extático ante ti me atrevo a hablarte:
ardiente como tú mi fantasía,
 arrebatada en ansias de admirarte
 intrépidas de ti sus alas guía.
¡Ojalá que mi acento poderoso,
sublime resonando,
 del trueno pavoroso
la tenebrosa voz sobrepujando,
¡oh, sol!, a ti llegara
y en medio de tu curso te parara!
 ¡Ah! Si la llama que mi mente alumbra
diera también su ardor a mis sentidos;
 al rayo vencedor que los deslumbra,
los anhelantes ojos alzaría.
¡Cuánto siempre te amé, sol refulgente!
¡Con qué sencillo anhelo,
siendo niño inocente,
seguirte ansiaba en el tendido cielo,
y extático te vía
y en contemplar tu luz me embebecía!
 De los dorados límites de Oriente
que ciñe el rico en perlas Oceano,
 al término sombroso de Occidente,
las orlas de su ardiente vestidura
tiendes en pompa, augusto soberano,
y el mundo bañas en tu lumbre pura,
 vívido lanzas de tu frente el día,
y, alma y vida del mundo
 tu disco en paz majestuoso envía
plácito ardor fecundo,
 y te elevas triunfante,
corona de los orbes centelleante.
 Tranquilo subes del cenit dorado
al regio trono en  la mitad del cielo,
 de vivas llamas y esplendor ornado,
y reprimes tu vuelo:
y desde allí tu fúlgida carrera
rápido precipitas,
 y tu rica encendida cabellera
en el seno del mar trémula agitas,
 y tu esplendor se oculta,
y el ya pasado día
 con otros mil la eternidad sepulta.
¡Cuántos siglos sin fin, cuántos has visto
 en su abismo insondable desplomarse!
¡Cuánta pompa, grandeza y poderío
 de imperios poderosos disiparse!
¿Qué fueron ante ti? Del bosque umbrío
 secas y leves hojas desprendidas,
que en círculo se mecen
 y al furor de Aquilón desaparecen.
Libre tú de la cólera divina,
 viste anegarse el universo entero,
cuando las aguas por Jehová lanzadas,
 impelidas del brazo justiciero
y a mares por los vientos despeñando
bramó la tempestad; retumbó en torno
el ronco trueno y con temblor crujieron
 los ejes de diamante de la tierra;
montes  y campos fueron
 alborotado mar, tumba del hombre.
Se estremeció el profundo;
 y entonces tú, como señor del mundo,
sobre la tempestad tu trono alzabas,
 vestido de tinieblas,
y tu faz engreías,
 y a otros mundos en paz resplandecías.
y otra vez nuevos siglos
 viste llegar, huir, desvanecerse
en remolino eterno, cual  las olas  
llegan, se agolpan y huyen  de Oceano,
y tornan otra vez a sucederse;
 mientras, inmutable tú, solo y radiante
¡oh, sol!, siempre te elevas,
 y edades mil y mil huellas triunfante.
¿Y habrás de ser eterno, inextinguible,
 sin que nunca jamás tu inmensa hoguera
pierda su resplandor, siempre incansable,
 audaz siguiendo tu inmortal carrera,
hundirse las edades contemplando
 y solo, eterno, pedernal, sublime,
monarca poderoso, dominado?
 No; que también la muerte,
si de lejos te sigue,
 no menos anhelante te persigue.
¿Quién sabe si tal vez pobre destello
 eres tú de otro sol que otro universo
mayor que el nuestro un día
con doble resplandor esclarecía!!!
Goza tu juventud y tu hermosura,
 ¡oh, sol!, que cuando el pavoroso día 
llegue que el orbe estalle y se desprenda
de la potente mano
del  Padre soberano,
 y allá a la eternidad también descienda,
deshecho en mil pedazos, destrozado
 y en piélagos de fuego
envuelto para siempre y sepultado;  
 de cien tormentas al horrible estruendo,
en tinieblas sin fin tu llama pura
 entonces morirá: noche sombría.
cubrirá eterna la celeste cumbre :
 ni aun quedará reliquia de tu lumbre!!!
JOSÉ DE ESPRONCEDA.
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