Nunca seré árbol fuerte y frondoso
que cobije bajo su manto verde
una revoltosa colonia de aves
cantoras y laboriosos insectos.
Yo nací en una nube blanca y tibia.
Mis raíces no llegaban a tierra;
ésta quedaba lejos de su alcance
y para que no muriesen opté
por la astucia de enroscarlas en torno
de mi incipiente tronco. De esta forma,
tronco y raíz suplían la humedad.
Así comenzó el desarrollo de este
arbusto que nació para ser árbol.
Sin tierra a la que asirme fue muy fácil
para el potente viento desnubarme.
Jugó conmigo igual que con la
arena
y con las hojas del invierno.
Cual las hojas y la arena, arrastró
de mí a su antojo, amainando su furia
cuando le apetecía, indiferente
al drama del descenso o la
escalada.
De esta guisa, fui obligado a trepar
colinas y barrancas, angustiado
por hallar la tierra que me
arropara.
Es difícil para un vegetal de estas
características fructificar.
Cuando da con la tierra que amorosa
le ofrece sus entrañas, desconfía
de su amor, al tiempo que se avergüenza
de presentar en público las llagas
que en su tronco marcaron las raíces
por tanto tiempo aferradas a él.
He aquí las causas –para mí importantes-
que me deniegan ser árbol frondoso.
Para consolarme, constantemente
me repito, que también los arbustos
son útiles. Menos umbrosos, pero
necesarios al fin, y me consuela
pensar que mis hojas lleguen a ser
algún día alimento para insectos;
mis flores, pizca de almíbar que liben
las abejas; y mi pasto, esponjosa
cuna para sueño de las aves.
(Re)visado el día 13 de marzo de 2016.
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