En defensa de Juana Bignozzi
POESÍA AL SUR
Consideraba que la familia es «una picadora de carne». Desterrada por la dictadura argentina, vivió más de treinta años en España. Regresó como un icono a la sombra de Gelman y Pizarnik y aprendió a no confundir «el dolor con la vida y la pasión con la propiedad»
Antes de morir, Juana Bignozzi dejó una carta dirigida a sus amigos con dos únicas peticiones: ser enterrada junto a su marido, fallecido dos años antes, y que no hubiera velatorio ni símbolos religiosos. Tampoco discursos de despedida. La poeta argentina no quiso añadir epílogos a su propio final. Ya lo había advertido años antes: «Cuando yo esté muerta un libro va a llevar mi nombre / se llamará obra completa porque nunca más / podré agregar una línea». Aquel poema acababa a modo de biografía póstuma: «Después de todo / tal vez fui sólo eso / una mujer que sólo tomó en serio su compromiso con unas ideas / un hombre / y las palabras». El hombre fue Hugo Mariani, traductor como ella: se casaron en 1974. Las ideas cambiaron a lo largo de su vida. Fue «educada para ser / la magnífica militante de base de un partido». Abrazó el comunismo, criticó a Perón y pasó treinta años exiliada, término que siempre prefirió sustituir por desterrada. Las palabras ocuparon todo lo demás: «No hay dudas de que he pasado cincuenta años / escribiendo una carta / yo creé ese destinatario ante el que / respondo cada día».
Publicó pronto, con poco más de veinte años. Tal vez por eso no sintió la necesidad, tan frecuente entre sus colegas, de sacar libros como quien hace panes. Para Bignozzi la poesía no era un trabajo; nunca sintió la angustia del folio en blanco. Creció a la sombra de Alejandra Pizarnik, enredada en dolores existenciales, y de Juan Gelman, el padre huérfano de hijos, secuestrados durante la dictadura. Con ambos compartió generación y lugar de nacimiento, Buenos Aires, pero no repercusión internacional. Juana hizo menos ruido, aunque su obra a menudo alzó el vuelo por encima del nivel medio de la poesía hispanoamericana y su biografía discurrió por paisajes áridos, aunque en los últimos años engañara su rostro de señora acomodada: «Ahora que he logrado convencer al mundo / de que mi vida no supo / del vacío ni del golpe despiadado / y he construido una historia limpia de intensidad / vuelvo a sonreír ante los ingenuos / como lo hacía aquella muchacha que ya no conozco / segura de la noche y de su poesía».
Su padre trabajaba como panadero. Su madre, en una fábrica. Nacida en 1937, la pequeña Juana recibió una formación nutrida de cultura, impropia de una niña de barrio obrero en la Argentina de los años cincuenta. Su familia insistió en que estudiara. Y ella siempre respetó aquella infancia: «Juana Bignozzi / nunca mató a Juanita Bignozzi». Pero no quiso replicar aquel modelo, convencida de que la familia «es una picadora de carne». No quiso tener hijos, aunque terminó rodeada de jóvenes en su última etapa, cuando regresó a Buenos Aires después de pasar tres décadas en Barcelona trabajando junto a su marido. Se habían ido poco antes del golpe de Estado de 1976, con la expectativa de juntar algo de dinero trabajando como traductores, oficio mejor pagado en Europa, y regresar en uno o dos años. La historia tumbó aquellos planes. Por entonces ya había publicado títulos como 'Tierra de nadie' y 'Mujer de cierto orden', aunque transcurrieron más de veinte años desde su huida de Argentina hasta su siguiente libro, 'Regreso a la patria'. Fue un regreso literario, quizá anhelado: en realidad no volvió a su país natal hasta 2004.
Bignozzi llenó su destierro de viajes, lecturas, museos y amigos. Siguió escribiendo sin disciplina, desde el impulso: sus poemas, casi siempre breves, carecen de signos de puntuación. Ni hablar, por supuesto, de la rima. Su lenguaje es sencillo pero no simple. «Quiero que lo que diga se entienda, pero no necesariamente que sea fácil de entender», reconoció en una entrevista. Aunque en sus libros hay una evidente carga confesional, sus versos están pasados por el filtro del pudor: «No todo lo que sentimos tiene importancia para la poesía. A veces es mejor que nunca llegue al papel». Cuando volvió a América, ya como un icono poético, se sintió tratada por los autores más jóvenes, que la veneraban, como «el mausoleo de una generación / cuyas reivindicaciones ahogó la dureza de estas décadas». Ya era «la vieja Bignozzi».
Murió en 2015 en un hospital de Buenos Aires, intacta la lucidez. No hubo símbolos religiosos ni despedidas grandilocuentes, como dejó escrito. Tampoco cadáveres en el camino, pese a que su carácter había adquirido forma de leyenda: «Los poetas en los años finales deben sonreír ante las insolencias / los poetas al morir si no se defienden / quedan en las manos que siempre despreciaron».
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