jueves, 28 de marzo de 2013


EL VERGEL
Capítulo LXXVII de PLATERO Y YO.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.

Como hemos venido a la Capital, he querido que Platero vea El Vergel… Llegamos despacito, verga abajo, en la grata sombra de las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía. El paso de Platero resuena en las grandes losas que abrillanta el riego, azules de cielo a trechos y a trechos blancas de flor caída que,  con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino.
¡Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa también el agua, por la sucesión de claros de yedra goteante de la verja! Dentro, juegan los niños. Y entre oleada blanca, pasa chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos con su gigantesco racimo volador, de azul, verde y rojo; el barquillero, rendido bajo su lata roja… En el cielo, por la masa de verdor tocado ya del mal del otoño, donde el ciprés y la palmera perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo, entre nubecillas rosas…
Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en  el vergel, me dice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:
-Er burro no pué’ntrá, Zeñó
-¿El burro? ¿qué burro? –le digo yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal.
¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee…!
Entonces, ya en la realidad, como Platero “no puede entrar” por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándole y hablándole de otra cosa…    


1 comentario:

Clematide dijo...

Otro increíble ejemplo de cómo un animal "irracional" puede inspirar tanta belleza cuando tiene la fortuna de toparse con un ser esencial...