EL VERGEL
Capítulo LXXVII de
PLATERO Y YO.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ.
Como hemos venido a la Capital, he
querido que Platero vea El Vergel… Llegamos despacito, verga abajo, en la grata
sombra de las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía. El paso de
Platero resuena en las grandes losas que abrillanta el riego, azules de cielo a
trechos y a trechos blancas de flor caída que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y
fino.
¡Qué frescura y qué olor salen
del jardín, que empapa también el agua, por la sucesión de claros de yedra
goteante de la verja! Dentro, juegan los niños. Y entre oleada blanca, pasa
chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas moradas y su
toldillo verde; el barco del avellanero, todo engalanado de granate y oro, con
las jarcias ensartadas de cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los
globos con su gigantesco racimo volador, de azul, verde y rojo; el barquillero,
rendido bajo su lata roja… En el cielo, por la masa de verdor tocado ya del mal
del otoño, donde el ciprés y la palmera perduran, mejor vistos, la luna
amarillenta se va encendiendo, entre nubecillas rosas…
Ya en la puerta, y cuando voy a
entrar en el vergel, me dice el hombre
azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:
-Er burro no pué’ntrá, Zeñó
-¿El burro? ¿qué burro? –le digo
yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal.
¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué
burro ha de zéee…!
Entonces, ya en la realidad, como
Platero “no puede entrar” por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar,
y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándole y hablándole de otra cosa…
1 comentario:
Otro increíble ejemplo de cómo un animal "irracional" puede inspirar tanta belleza cuando tiene la fortuna de toparse con un ser esencial...
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