Diada
Conocí a un alevín de político que jugaba a la guerra. Tenía instalada en una inmensa mesa dos ejércitos; uno con banderita azul y otro con amarilla. En su estrategia mental terciaba a sus huestes y las movía haciendo predominar mareas de uno u otro color. Siempre me inquietó que fuera elegido para un cargo con poder pero, afortunadamente, le otorgaron la presidencia de un consejo y quedó allí, aletargado por las comilonas, con su mesa de guerra y sus hipotéticos avances territoriales jugando a cargo del contribuyente. Pienso en aquel pirado cuando veo la guerra simbólica que se desarrolla en Cataluña, y que como estaba previsto ha evolucionado de mal, a muy mal, y de fatal a peor. Las pequeñas disputas se convierten en enfrentamientos por esos símbolos que ya se han consolidado como sagrados y de ahí a una cruzada a puñetazos no hay más que un empujoncito. De la libertad de expresión y los espacios públicos podríamos hablar largo y tendido si la Generalitat y los Mossos quisieran, pero creo que no está entre sus propósitos.
Si en la torre del campanario de Vich han instalado un sistema de megafonía machacona que repite a los feligreses, perdón, a los ciudadanos, las consignas políticas de turno y las instituciones miran para otro lado, no quiero ni imaginar lo que se podrá vivir en Barcelona este 11 de septiembre en la Diada. La vida civil no puede ser conquistada por una religión, o como en este caso, la ciudad, las playas o parques no pueden tunearse por las obsesiones de un colectivo. Un elemento aislado se dota a sí mismo de fortaleza, pero la invasión del espacio lo anula y ridiculiza; los lazos amarillos que se convierten en horcas, las cartas que exhiben recetas como guardias civiles a la plancha, las cruces de las playas, han dejado de ser símbolos para convertirse en perversas simbologías y a mí me duele reconocer que estoy perdiendo el respeto a quien tanto amé. En el Bonpreu hay un kit independentista para la Diada a 15 euros. Las tiendas tienen bragas, biberones, condones y hasta puñeteras cruces amarillas para marcar el territorio.
No voy a intentar respetar la mercachiflería que ha empapelado esta ciudad de mis sueños. 'La ciudad de los prodigios', la llamó el escritor Mendoza, una ciudad con pasadizos secretos y cementerios de libros de la que habló Zafón en su 'Sombra del viento'. Gótica, fenicia, romana y contemporánea. No era amarilla. Prefiero recordarla como la viví. Libre; una amante que te recibía Mediterránea y casi sin pronunciar palabra sabías que en sus brazos podías vencer tus miedos. Casi nunca entregaba nada que le perteneciera, eso es verdad, se limitaba a prestarte su olor, sus preciosas calles del Ensanche, la historia de una burguesía creadora y generadora de riqueza, el tapiz de las razas que la habitaban. Pero era mucho, sobre todo porque nadie te decía lo que debías pensar.
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Publicado en Diario SUR.
Copiado/pegado de Internet por Victoriano Orts Cobos.
Málaga 7 de septiembre de 2018.
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