sábado, 25 de julio de 2020

La fiebre de la palma africana

La enorme rentabilidad generada por el cultivo de esta planta contrasta con sus consecuencias medioambientales y sociales




Imagen de una plantación en Malasia. /REUTERS
Imagen de una plantación en Malasia. / REUTERS




Gerardo Elorriaga

GERARDO ELORRIAGA
La fiebre del oro regresó a América hace un siglo. Pero, entonces, los aventureros no confiaban en encontrar fortuna bajo las piedras o en el lecho de los ríos, sino cultivando una robusta planta vegetal de largas hojas procedente del Golfo de Guinea. En aquel tiempo no se conocían muchas de las actuales aplicaciones del aceite extraído de su pulpa en la industria cosmética, de la limpieza, la alimentación o el biocombustible, incentivos para un negocio que ha experimentado un crecimiento exponencial. Tampoco se sospechaba la tremenda voracidad de las empresas que la explotaban y el desastre medioambiental que han llegado a provocar. Este producto también es todo un símbolo de la globalización, de la dependencia entre el norte y el sur del planeta. Hoy, el futuro de las selvas de Borneo y de comunidades rurales centroamericanas depende, en buena parte, de nuestros hábitos de consumo.
La 'elaeis guineensis' ha desplazado al arroz de tradición milenaria, se ha apropiado de los pastos para el ganado y relegado al cacao o el banano a áreas marginales en tres continentes. La demanda de tierras ha causado la masiva destrucción de ecosistemas primarios en América, África y el sudeste asiático. La coyuntura ha detenido lo que parecía imparable, y es que su rentabilidad ha sufrido el traspié de la crisis económica con una consiguiente caída de precios. El bosque primario aún puede sobrevivir, aunque la ofensiva, larvada, prosigue en todos los frentes. Antes de la pandemia, la estrategia de esta industria perseguía su expansión por zonas tan sensibles como la Amazonía ecuatoriana, la selva Lacandona de México o el interior de Gabón.
Las cifras de esta industria son colosales, en cualquier caso. Las estimaciones hablan de 25 millones de hectáreas dedicadas a dicha actividad, una superficie similar a la brasileña. El 85% de la producción proviene de Indonesia y Malasia, donde se ha cometido uno de los mayores atentados ecológicos de los últimos tiempos. En 2015, la proliferación de incendios de territorios boscosos provocó una enorme nube de contaminación que llegó a cubrir toda la región, situación que se repitió el año pasado y que amenaza los últimos refugios del orangután, entre otras especies animales y vegetales en peligro.
Los derechos humanos también han resultado arrollados por la palma africana. A partir de 1996, las fuerzas paramilitares cometieron asesinatos indiscriminados en la región colombina del Chocó para desplazar a grupos indígenas y de ascendencia africana y hacerse con tierras ancestrales, pero sobre las que no pueden alegar títulos de propiedad. La deforestación en Centroamérica también ha venido impulsada por firmas dedicadas a esta agroindustria, a menudo, testaferros de los cárteles del narcotráfico. La creación de grandes fincas en el Petén, al norte de Guatemala, es el resultado de operaciones de lavado de dinero procedente de la droga. Los señores de la cocaína incluso han llegado a diluirla en el aceite para enviarla a Europa.

La afección en la dieta

La preocupación por una dieta más saludable comenzó hace menos de una década a cuestionar un comercio boyante basado en una planta oleaginosa que produce fruto durante todo el año. La magnitud de su presencia y las consecuencias para la salud quedaron de manifiesto en 2011, cuando la Unión Europea impulsó una normativa que exigía informar al consumidor del origen del aceite incluido en los productos. Hasta la fecha, aquel extraído de la palma había quedado camuflado usualmente bajo el término genérico de 'aceites vegetales' o enmascarado bajo denominaciones diversas, como 'palmoleína' o 'manteca de palma'.
Los nutricionistas levantaron la voz para denunciar el riesgo derivado de su elevado porcentaje de grasas saturadas y de elementos potencialmente cancerígeno tras su refinado. La amenaza se desplegaba en las estanterías de los supermercados. La opinión pública comenzó a tomar conciencia de su presencia en chocolates, bombones y cereales de desayuno. Greenpeace denunció la implicación de las multinacionales de la alimentación en el fenómeno de la deforestación y una coalición de ONG impulsó #NotInMyTank, campaña que pretendía denunciar el uso del aceite en el diesel empleado en el continente y reclamaba su supresión a la Comisión Europea. Además, hace tres años, varias grandes cadenas de distribución se comprometieron a no utilizarlo en sus marcas blancas.
Pero los problemas no se hallaban tan solo en destino. El cultivo de la palma requiere sustanciales inversiones. El mantenimiento precisa de un elevado consumo de agua y el uso de pesticidas que no han podido impedir la aparición de enfermedades como la flecha seca, también conocida como la pudrición del cogollo, que genera una radical disminución de la cosecha. El cantón ecuatoriano de Quinindé, en la costa del Pacífico, ejemplifica el reverso de un negocio que se presumía magnífico. Este territorio apostó masivamente por el cultivo y ahora sufre la quiebra generada por la caída de los precios dentro del mercado mundial y, sobre todo, la ruina derivada de la propagación de la plaga.
La denuncia de la situación ha desvelado las duras condiciones sociales ligadas a las grandes plantaciones, gestionadas por la élite local y firmas asiáticas. «Es una especie de esclavitud moderna», advierte Estibaliz Taboas, cooperante de la ONG Manos Unidas en aquel país, donde ejerce actividades de agroecología. «No hay derechos laborales, el trabajo es informal y los empleados y sus familias habitan en infraviviendas y con los hijos sin escolarizar». Pero el 89% de los propietarios detenta predios de menos de 50 hectáreas y su situación también es angustiosa porque el monocultivo ha acabado con los cultivos de subsistencia. «La crisis ha puesto de manifiesto que se precisan estrategias comerciales más razonables y sostenibles para evitar desastres semejantes», apunta. El Dorado se ha demostrado, una vez más, como una leyenda sin final feliz.



crujiente... y polémico
Untuoso, crujiente y barato. La capacidad de seducción comercial del aceite de palma no tiene parangón. Pero nadie ni nada resultan perfectos. Los recelos sobre su uso llegaron cuando se difundió que su composición cuenta con más del 50% de ácidos grasos saturados, perjudiciales para la salud cardiovascular. El nutricionista Aitor Sánchez recuerda que la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria apuntaba, además, a la generación de compuestos como el 3-MCPD, el glicidol y sus ésteres, contaminantes del proceso, y perniciosos para la salud. En su videoblog, advierte que los europeos podemos ingerir hasta 60 kilos de este ingrediente habitual en los productos ultraprocesados.
El problema no se soluciona con una mayor concienciación de los consumidores y mejores hábitos en la compra. La importación de aceite de palma, tan dúctil, también está relacionada con su empleo en la fabricación de biocarburantes, con España como el mayor proveedor europeo. La contaminación generada por su cultivo se añade al derivado de las grandes distancias que exige el transporte hacia los centros de tratamiento. Y existe un plan para reducir su peso en la generación de combustibles. Las alternativas tampoco resultan ideales. La producción de aceites como los de soja y colza tampoco están exentos de polémica medioambiental. Así que la palma seguirá creciendo, poderosa y aparentemente rentable, en toda la región tropical.
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Publicado en Diario SUR.
Copiado/pegado de Internet por Victoriano Orts Cobos.
Málaga 25 de julio de 2020.
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