LA VICTORIA XXXII.
En
invierno, durante el día había que moverse. Como las hormigas, cada cual tenía
su misión, pero en cuanto llegaba la noche nos refugiábamos en el comedor, más que
a comer, a calentarnos alrededor de la mesa de camilla en cuyo interior había un
brasero que a duras penas nos daba calor. Más bien, el calor nos lo dábamos
entre nosotros mismos. Para disfrutar de este bien, había que proveerse de
picón.
El
picón que utilizábamos era el producido por la planta de algodón después de recogido
el producto.
Pedían
permiso, nuestros mayores a D. Alfonso y en pleno mes de agosto nos íbamos al
cortijo de “El Colegio”, en familia, provistos de lo necesario para aquel
menester.
Después
de cortadas o arrancadas las plantas, se
apilaban y se les prendía fuego procurando que no se quemaran en exceso y las apagábamos con escobas de palmito, tierra y agua.
El
resultado era un picón de muy mala calidad, pero bueno, no había otra cosa que resultase
gratis. Lo metíamos en sacos y lo transportábamos a pie a casa. (En Pocatorta
no había un solo jumento).
Antes
de salir a este menester del picón, dejábamos en el patio un barreño lleno de agua
y varios cubos.
Cuando
volvíamos, todos tiznados y sudorosos, nos íbamos al patio y cada cual como podía
se refrescaba y destiznaba dentro de lo que le era posible.
En
nuestro vocabulario no existían las palabras wáter, aseo, lavabo etc. En el
dormitorio de mis padres había un palanganero que utilizaban ellos, Mi padre, seguro que acostumbrado en su infancia a
asearse con asiduidad, cuando se levantaba por la mañana, lo primero que hacía
era abrir la puerta de la calle, (la única puerta física que había en la casa,
las demás eran sólo huecos) y dirigirse
al pozo de Mª Francisca que estaba a unos diez u once metros de nuestra puerta. Cogía un cubo de agua, templada en invierno y
fresquita en verano y llenando la palangana, procedía al ritual diario de su
aseo. Los demás éramos menos asiduos a este menester.
Victoriano
Orts Cobos.
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