jueves, 14 de mayo de 2020

Del miedo a la esperanza

Se dice que estamos en guerra, pero el misil más sofisticado no puede combatir al enemigo microscópico

JOSÉ FRANCISCO JIMÉNEZ TRUJILLOPROFESOR DE HISTORIA
Parece que es tiempo de reflexionar, aunque los móviles no dejen de vibrar con la última ocurrencia que circula en las redes. Las páginas de los periódicos están siendo un buen refugio -pocos quedan- para quienes se aventuran a ver el después de este drama. Por lo general hay cierto adanismo en las predicciones, como si lo que nos está ocurriendo fuera propio de otros espacios y de otros tiempos más cinematográficos que reales. Como si las epidemias no hubiesen hecho un daño inmenso hasta ayer en otras geografías, que siempre eran más pobres y que acompañaban su miseria. Como si una pandemia sólo hubiera podido ocurrirle a los abuelos de nuestros abuelos.
Por eso el después que se adivina está cargado de cambios, generalmente positivos, en nuestra forma de vivir y en la manera en que las naciones habrán de relacionarse en un mundo que también ha globalizado la enfermedad. Sin embargo, habrá que recordarles a los más optimistas que apenas hace un siglo la pandemia más terrorífica -la mal llamada gripe española de 1918, con cincuenta millones de muertos- sucedió a la Primera Guerra Mundial y dejó la puerta abierta para que apenas dos décadas después comenzara la segunda. No aprendimos mucho. Y, además, nos ha fallado la memoria.
De esto va la cosa si hablamos de futuro, de tener memoria para aprender más allá de una última generación. De saber que la fragilidad del hombre desde que se bajó del árbol es consustancial a su especie, y que no la puede esconder detrás de una tecnología extraordinaria que ha cambiado su forma de vivir, pero que no evita el sentimiento más cierto del hombre a la intemperie: el miedo. De saber que la lucha por la vida, y el miedo que conlleva, nos une en un ADN histórico con el hombre de la cueva. Quizás por ello el papel higiénico se ha convertido en todo un símbolo.
También ahora, como en cualquier epidemia en la Historia, el miedo nace de la ignorancia Las mil tertulias que pretenden combatirla, el debate político -a veces, miserable-, la opinión de especialistas acreditados en todas las materias que también se contradicen, no pueden ocultar el hecho cierto de que simplemente no sabemos. Se dice que estamos en guerra, pero el misil más sofisticado no puede combatir al enemigo microscópico. Tampoco pueden hacerlo los servicios de espionajes que mayor inteligencia derrochan. Las balas que podemos gastar son muy viejas, poco más que lavarse las manos y encerrar nuestros días. Ahora la ciudad no tiene murallas como siglos atrás y no podemos cerrar sus puertas, pero sigue sin haber una mejor protección que nuestro confinamiento.
Sí que es verdad que ha cambiado dónde buscar las respuestas. Ya no son nuestros pecados, ni el uso del cilicio. Ahora la ignorancia sabemos que sólo se combate con un largo aprendizaje, el científico, quizás mucho más corto si no nos empeñáramos en desviar el gasto en aquel misil que pronto quedará obsoleto. También es un debate muy viejo del que no aprendemos.
El sufrimiento que se ceba con los más débiles es otra constante de la historia de las pandemias. Ahora resulta que nos habíamos olvidado de los viejos. La soberbia -o la estupidez- que genera nuestro sistema productivo y el culto a la juventud impuso al inicio del desarrollo de la pandemia la 'tranquilizadora' idea de que sólo se mueren los viejos. Y aún ahora, para no bajar la guardia, se argumenta que también hay jóvenes que mueren. Subyace la idea, que recuerda prácticas eugenésicas, de que el valor de la vida es relativo según la edad o el estado físico. Como si pudiera relativizarse que el viejo no tuviera todo el derecho a disfrutar de su último rayo de sol. Como si las campanas sólo doblaran por ellos. De resultas, el alivio de nuestras conciencias fue pensar que podían estar muy bien porque su habitación en la residencia recordaba la de un hotel de cinco estrellas. Y ni se nos ocurría pensar que el bien más querido podría ser una simple mascarilla o que un metro y medio puede ser una distancia sideral para muchos de nuestros ancianos.
El miedo, la ignorancia y el sufrimiento de los más débiles nos han acompañado en la historia de las epidemias y permanecen imborrables en la memoria individual de quienes la vivieron, pero no han sido capaces de guardar su espacio en la memoria colectiva de la humanidad, ni hemos encontrado los instrumentos para preservarla y actuar en consecuencia. De ahí que un nuevo virus nos haya cogido desprevenidos y el agua y el jabón sean nuestra tecnología punta.
Todos queremos ser optimistas al pensar que saldremos de esta y que habrá un periodo de reconstrucción con un coste asentado sobre la solidaridad entre los pueblos. Pero la verdadera esperanza estará en saber que esta vez podremos construir una memoria colectiva que traspasar a las generaciones venideras, que toda nuestra tecnología debiera estar al servicio primero de salvar nuestra fragilidad como especie y en asumir con humildad lo que un día dijera Newton en frase feliz: «Lo que sabemos es una gota, lo que ignoramos es el océano». Pura actualidad.
De momento, para superar el miedo, construir la memoria y mantener esa esperanza, cumple las normativas.
**********************************
Publicado en Diario SUR.
Copiado/pegado de Internet por Victoriano Orts Cobos.
Málaga 14 de mayo de 2020.
************************************************************************************************************************************************

No hay comentarios: