LA VICTORIA XXXIX.
En
uno de los relatos escribo que me vine del pueblo sin haberme subido en un
jumento. Es cierto, pero también lo es el hecho de haberme librado de los
trabajos duros del campo: Arar, sembrar, escardar, segar, barcinar, trillar,
aventar, arrancar garbanzos, coger
algodón, desgranar maíz, escavar olivos, hacer hoyos de un metro cúbico a pico
y pala para sembrar olivos… Comer en los cortijos siempre la misma “olla”:
garbanzos duros, hervidos, con un trozo de tocino añejo y rancio, Todos los
comensales de pie, alrededor de un caldero y metiendo la cuchara cuando les
tocaba… Dormir en el pajar, cambiarme de ropa interior y exterior una o dos
veces al mes. Soportar las inclemencias del tiempo: El calor tremendo del tórrido
verano de la campiña cordobesa y las heladas invernales desgranando y cogiendo
aceitunas…
Todo
ese sacrificio lo vivieron mis hermanos; mayores que yo, ocho, seis y cuatro
años.
Por
ser el más pequeño me libré de todo ese sufrimiento. Después de Frasquito,
veinte años mayor que yo, fui el primero en emigrar, con catorce años.
Mi
madre, cogiéndome las manos me decía: -“Hijo, tienes unas manos muy finas y muy
bonitas. No quiero que se te encallezcan como a tus hermanos.
A
mis setenta y dos años, algunas veces recordando a mi madre me miro al espejo y
veo ante mí a un ser de escasamente un metro con sesenta centímetros, de cara
triste y poco agraciada. Para subirme la moral bajo la vista hacia mis manos
que las subo abiertas, juntas, hasta la altura del corazón y como si de otro
espejo se tratara, se refleja en ellas el rostro bello, dulce y tierno de mi
madre, y sonriéndome, y sonriéndole le digo: -“Mamá, como siempre, tienes
razón, en algo he de parecerme a ti; tengo unas manos preciosas”.
Victoriano
Orts Cobos.
(Re)visado
el día 25 de marzo de2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario