LA VICTORIA VIII.
El
cura de La Victoria se llamaba D. José. Era el polo opuesto a ese cura grosero
y malhumorado del relato XXIV de - “Platero y Yo”-.( Libro maravilloso que toda
persona amante de la poesía, debería leer más de una vez); en el que Juan Ramón
Jiménez, con el pincel de la palabra, pinta los cuadros de oro de su Moguer
natal. D. José, el Cura de La Victoria, era
un hombre alto y corpulento que podía estar cercano a los 60 años.
Gozaba de muy buena reputación y de mejor salud: Bien comido y mal trabajado.
Era simpático y ocurrente y sobre todo, se preocupaba por los necesitados, que éramos mayoría. Agobiaba a los caciques, no del
pueblo, que no los había, si no de los
cortijos del entorno, para sacarles algo con lo que ayudar a los desheredados. Todo
el pueblo estaba contento con él.
Un mal día el bueno de D. José se ausentó de
La Victoria “sin dejar señas”. Al principio todo fueron rumores y conjeturas,
hasta que poco a poco, (como la barriga
de la joven a la que había embarazado) la noticia explotó y todo el vecindario supo
la causa de su ausencia. Fue una pena y una gran desgracia no sólo para él y la
joven, sino también para sus feligreses: Su pastor los había abandonado.
En
más de una ocasión me he preguntado. ¿En el camino que él había elegido, era la
primera piedra en la que había tropezado, o a lo largo de su vida había habido
una sucesión de tropiezos a los que ya se había acostumbrado, y sabedor de que
al castigo mayor a que se exponía era a un traslado de parroquia, lo daba por
bueno?
Lo
cierto es que cuando se escoge un camino cómodo es difícil rectificar y
comenzar de nuevo. Eso debió ocurrirle al bueno de D. José.
Que
Dios, si es que existe lo haya perdonado y lo tenga en lugar preferente. Por encima de todo, D. José era un buen
hombre.
Victoriano Orts Cobos.
(Re)visado el día 13
de marzo de 2016.
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