domingo, 29 de mayo de 2011

EL ABUELO FRASQUITO

(EL LAMENTO DEL ABUELO)

LA VICTORIA XIV

Recorrí en su entorno los primeros trece mil millones de kilómetros de los sesenta y cinco mil que ya he recorrido en esta Nave Sideral, perfecta y enigmática.

No lo recuerdo por el hecho clásico del anciano tierno y cariñoso que te relata cuentos, historias y vivencias. Tenía una diminuta parcela, vallada por chumberas, con diez o doce olivos, un par de granados y similar
número de higueras. Este capital, unido a las dos o tres pesetas diarias de su raquítica pensión, era el premio arrancado a una vida de sufrimientos y privaciones.

El abuelo Frasquito era ya muy viejo. Yo lo recuerdo siempre muy mayor y achacoso. En sus años de salud debió ser un hombre fuerte. Aun en su vejez, a pesar de que caminaba algo encorvado y apoyado en un bastón, su figura causaba respeto por su firmeza de carácter. Al mirar te ofrecía unos ojos aceitunados grandes y brillantes. Al abrir la boca para amonestarte (no recuerdo su sonrisa), su dentadura amarillenta se alineaba completa. Las arrugas de su rostro, semejaban surcos de un campo arado por potentes y tranquilos bueyes. Su nariz, generosa, parecía trasplantada de la piel de un paquidermo. Sus cejas, corridas, muy pobladas, conseguían mantener la frescura y la humedad de aquellos dos hermosos azabaches. Su frente, amplia, hacía de fachada a una cabellera fuerte y espesa de color ceniciento, casi blanco, que a su vez daba sombra a un cerebro que durante casi un siglo, día a día, hora a hora, pensó trabajó y sufrió demasiado.

Arrastraba su vejez el abuelo con mala resignación,  lo confirmaban sus lamentos y a veces, su casi llanto. Su mayor desgracia había sido la pérdida de su hijo menor en aquella guerra "incivil" de 1936.

Yo, que le hice alguna trastada quitándole granadas y alguna que otra breva, no puedo ni quiero olvidarlo.

Lo recuerdo sentado en invierno y primavera en la recacha que él mismo se construyó con cañas y ramas bajas de olivo, tomando como base el tronco de la higuera de brevas de piel morada y grieteada, pulpa roja y sabor más que a miel, que tenía frente a la puerta de su casa.

Allí, en aquella POCATORTA de mi infancia, rodeado de olivos, sordos a su dolor, consumía gran parte del trozo de sufrimiento que le quedaba. De allí partían los lamentos y las iras de un ser que habiendo hecho sólo una cosa: trabajar para los suyos, se reprochaba a si mismo la forma en que había repartido su poca hacienda y su mucho amor, dando a unos -según decía- lo que debió dar a otros.


En sus lamentos-iras lanzaba una patética frase que se borrará de mi mente cuando mi cerebro deje de funcionar: "¡Me cago en...!, ¡¡Dios me
perdone!!".

A veces, la ira superaba al lamento, y los puntos suspensivos, la coma, los signos de exclamación y el perdón se asustaban tanto que no osaban traspasar su garganta.

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Victoriano Orts Cobos.

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(Re)visado el día 16 de marzo de 2016.


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