LA VICTORIA XX.
Al bueno de D. José le sustituyó D. Pedro. Venia
una o más veces a la semana desde San Sebastián de los Ballesteros a La
Victoria. Su medio de locomoción era una bicicleta
Siempre
me chocó su indumentaria: Su sotana, negra, por supuesto, y su inseparable
escopeta colgada en bandolera. ¡Qué contrasentido! ¡Un cura armado! ¿Cómo se
digería aquella militarizada visión por un niño que creía que los
representantes de Cristo en la tierra eran seres de amor y de paz como Él, al
que jamás se le hubiese ocurrido matar ni a una mosca? Mosca
comenzaba a estar yo con respecto a estos pastores teóricos de paz y de pureza.
Al
cabo de algún tiempo D. Pedro fijó su residencia en La Victoria, y por lo
tanto, lo veía con más frecuencia. Tenía un carácter muy severo. Te miraba a
los ojos como acusándote de algún pecado que hubieses podido cometer. En la
iglesia era inflexible. Estaba diciendo misa (en aquel tiempo en latín, para que nos enterásemos
menos del significado de la misma) de espaldas al público y si oía algún ruido,
dejaba de oficiar, se volvía hacia nosotros muy serio y, como un mimo, permanecía
impávido hasta que el silencio era total.
Si el silencio tardaba en llegar, amonestaba airado a quién consideraba que era el culpable del incidente, aunque éste fuese un niño pequeño.
Lo cierto era, y que me perdone el reverendo, a mí no me caía nada bien aquel cura
armado de escopeta.
¿Qué
concepto tendría de él su colega el patrón de los animales San Francisco de
Asís?
Victoriano
Orts Cobos.
(Re)visado
el día 20 de marzo de 2016.
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